A pesar de las condiciones tan pobres en que vivían, dos de los hijos de Albretch Durer… Albretch y Albert, tenían un sueño. Ambos querían desarrollar su talento para el arte, pero bien sabían que su padre jamás podría enviar a ninguno de ellos a estudiar a la Academia.
Después de muchas noches de conversaciones calladas entre los dos, llegaron a un acuerdo. Lanzarían al aire una moneda. El perdedor trabajaría en las minas para pagar los estudios al que ganara. Al terminar sus estudios, el ganador pagaría entonces los estudios al que quedara en casa, con las ventas de sus obras, o como fuera necesario. Lanzaron al aire la moneda un domingo al salir de la Iglesia. Albretch ganó y se fue a estudiar a Nuremberg. Albert comenzó entonces el peligroso trabajo en las minas, donde permaneció por los próximos cuatro años, para sufragar los estudios de su hermano, que desde el primer momento fue toda una sensación en la Academia.
Los grabados de Albretch, sus tallados y sus oleos llegaron a ser mucho mejores que los de muchos de sus profesores, y para el momento de su graduación, ya había comenzado a ganar considerables sumas con las ventas de su arte.
Cuando el joven artista regresó a su aldea, la familia Durer se reunió para una cena festiva en su honor. Al finalizar la memorable velada, Albretch se puso de pie en su lugar de honor en la mesa, y propuso un brindis por su hermano querido, que tanto se había sacrificado para hacer sus estudios una realidad.
Sus palabras finales fueron: «Y ahora, Albert, hermano mío, es tu turno. Ahora puedes ir tú a Nuremberg a perseguir tus sueños, que yo me haré cargo de ti.» Todos los ojos se volvieron llenos de expectativa hacia el rincón de la mesa que ocupaba Albert, quien tenia el rostro empapado en lágrimas, y movía de lado a lado la cabeza mientras murmuraba una y otra vez: «No… No… No…»
Finalmente, Albert se puso de pie y seco sus lagrimas. Miro por un momento a cada uno de aquellos seres queridos y se dirigió luego a su hermano, y poniendo su mano en la mejilla de aquel, le dijo suavemente: «No, hermano, no puedo ir a Nuremberg. Es muy tarde para mi. Mira… ¡Mira lo que cuatro años de trabajo en las minas han hecho a mis manos! Cada hueso de mis manos se ha roto al menos una vez, y últimamente la artritis en mi mano derecha ha avanzado tanto que hasta me costó trabajo levantar la copa durante tu brindis… Mucho menos podría trabajar con delicadas líneas, el compás o el pergamino y no podría manejar la pluma ni el pincel. No, hermano… Para mi ya es tarde…»
Mas de 450 años han pasado desde ese día. Hoy en día los grabados, oleos, acuarelas, tallas y demás obras de Albretch Durer pueden ser vistos en museos alrededor de todo el mundo. Pero seguramente usted, como la mayoría de las personas, solo recuerde uno.