Después de haber ganado muchos concursos de arco y flecha, el joven campeón de la ciudad fue a buscar al maestro zen.
– Soy el mejor de todos – dijo. – No aprendí religión, no busqué ayuda de los monjes… ni de nadie y conseguí llegar a ser considerado el mejor arquero de toda la región. He sabido que durante una época, usted también fue considerado el mejor arquero de la región, y le pregunto: ¿hay necesidad de hacerse monje para aprender a tirar?
– No – respondió el maestro zen.
Pero el campeón no se dio por satisfecho: sacó una flecha, la colocó en su arco, disparó, y atravesó una cereza que se encontraba muy distante. Sonrió, como quien dice “podía haber ahorrado su tiempo, dedicándose solamente a la técnica”, y dijo:
– Dudo que pueda usted hacer lo mismo
Sin demostrar la menor preocupación, el maestro entró, cogió su arco y comenzó a caminar en dirección a una montaña próxima. En el camino existía un abismo que sólo podía ser cruzado por un viejo puente de cuerda en proceso de podredumbre, a punto de romperse. Con toda la calma, el maestro zen llegó hasta la mitad del puente, sacó su arco, colocó la flecha, apuntó a un árbol al otro lado del despeñadero y acertó el blanco.
– Ahora es tu turno – dijo gentilmente al joven, mientras regresaba a terreno seguro.
Aterrorizado, mirando el abismo a sus pies, el arquero fue hasta el lugar indicado y disparó, pero su flecha aterrizó muy distante del blanco.
– Para eso me sirvieron la disciplina y la práctica de la meditación – concluyó el maestro, cuando el joven volvió a su lado. – Tú puedes tener mucha habilidad con el instrumento que elegiste para ganarte la vida, pero todo esto es inútil si no consigues dominar la mente que utiliza este instrumento.
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