Un joven y exitoso ejecutivo pasaba a toda velocidad en su Jaguar último modelo, con precaución de esquivar un chico que hacía señas en la calle.
Sin mirarle, y sin bajar la velocidad, pasó junto a él.
Sintió un golpe en la puerta.
Al bajarse, vio que un ladrillo le había estropeado la pintura de la puerta de su lujoso auto.
Agarró por los brazos al chiquillo, y le gritó:
¿Qué rayos es esto?
¿Por qué haces esto con mi coche?
Y enfurecido,continuó gritándole:
¡Es un coche nuevo, y ese ladrillo que lanzaste te va a costar caro!
¿Por qué lo hiciste?
«Por favor, Señor, por favor, lo siento mucho.
No sé qué hacer. Lancé el ladrillo porque nadie paraba…».
Las lágrimas bajaban por sus mejillas, mientras señalaba hacia un lado:
«Es mi hermano.
Se descarriló su silla de ruedas y se cayó al suelo y no puedo levantarlo»
Sollozando, el chiquillo le preguntó:
«¿Puede usted, por favor, ayudarme a sentarlo en su silla? Se ha hecho daño. Y no puedo con él, pesa mucho para mí solo.»
Visiblemente impactado por las palabras del chiquillo, el ejecutivo tragó saliva.
Emocionado por lo que acababa de pasarle,levantó al joven del suelo y lo sentó en su silla nuevamente. Sacó su pañuelo para limpiar un poco las cortaduras y la suciedad de las heridas del hermano de aquel chiquillo.
Comprobó que se encontraba bien, y el chiquillo le dio las gracias con una sonrisa que nadie podría describir.
«Dios le bendiga, señor. Muchas gracias.»
El hombre vio como se alejaban, el chiquillo empujando trabajosamente la pesada silla de ruedas de su hermano, hasta llegar a su humilde casa.
El ejecutivo no ha reparado aún la puerta del auto, manteniendo la ralladura que le hizo el ladrillazo. Le recuerda que no debe ir por la vida tan de prisa que alguien tenga que lanzarle un ladrillo para que preste atención. El ladrillo le humanizo, le hizo consciente.